La violencia de género produce en el mundo más víctimas que el cáncer, los accidentes de tráfico, la malaria o el terrorismo internacional"
Jornadas de la FEMP:
"Modelos Innovadores de Participación Ciudadana"
con la intervención de CIUDADANAS
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"LA PASARELA DE LA HISTORIA"
CD y LIBRO
"Aproximación a la historia a través de la indumentaria femenina." UN ENCUESTA REVELA QUE LAS MUJERES ESPAÑOLAS DEDICAN EL TRIPLE DE TIEMPO QUE LOS VARONES AL HOGAR Y LA FAMILIA
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Mª Elena Simón Rodrïguez
Las democracias modernas han resuelto de modo inadecuado la ciudadanía de las mujeres y por tanto resultan democracias incompletas, cuando no directamente cínicas. Lo que la autora propone es la constitución de un pacto social que se sustenta en las ideas de compromiso ético y de equivalencia, autonomía y solidaridad. Este proceso, que exige que la ciudadanía de las mujeres sea autodesignada, requiere un triple pacto: el de la subjetividad (de cada mujer consigo misma), el de la identidad (mediante el que las mujeres nos reconozcamos como tales) y el de solidaridad o ínter‑géneros (en el que reconstituir las relaciones entre mujeres y hombres desde claves de equipolencia y no exclusión).
La Ciudadanía de las mujeres es un hecho mal definido y mal resuelto desde la fundación de las democracias modernas, enraizado en la tradición clásica. Esta circunstancia ha condicionado enormemente la conceptualización genérica de las mujeres en su conjunto, como de inferior y menor categoría, considerándolas así como indignas o no merecedoras de igual trato, de igual rango y de igual derecho: seres humanos hembras, definidas por su naturaleza reproductiva y sexual, no incluidas en los presupuestos básicos de la convivencia democrática, excluidas de los beneficios y avances políticos de la Modernidad, resumidos en su slogan: Igualdad, Libertad y Fraternidad.
Históricamente los derechos de las mujeres han sido discutidos y puestos en cuestión hasta la saciedad, argumentando el dimorfismo sexual para negarles el acceso a los bienes de progreso y simplemente a la apreciada ciudadanía. Actualmente los términos de estos debates han cambiado, pues el no merecimiento de derechos en tanto que mujeres no se puede sostener teóricamente desde el pensamiento democrático y no resulta políticamente admisible.
Pero, sin embargo, subsisten maquinarias invisibles y redes subterráneas bien equipadas para resistir y rutinas psicosociales bien cimentadas para ganar la baza patriarcal. Seguramente podríamos proponer un símil con la cultura del bunker (escondidos para resistir el embite) y de la guerra química (destrucción o ataque masivo con poco coste). El fundamentalismo patriarcal ancla sus cimientos en sólidas estructuras aunque en apariencia sus edificios se hallen medio arruinados, desvencijados, anticuados o no adaptados a las nuevas necesidades.
Todos estos mecanismos ocultos, simbólicos y subterráneos alimentan la vida en la superficie. Quizás por ello encontramos difícil explicación a fenómenos que ya no tienen razón de ser ni fundamento aparente. ¿Por qué persisten y se recrudecen las situaciones de malos tratos o de acoso sexual a mujeres, aunque estén cada vez más formadas y sean menos dependientes? ¿Por qué las mujeres siguen realizando tareas y trabajos mal remunerados y ocupan tan pocos puestos de poder? ¿Por qué perduran las diferencias salariales? ¿Por qué la vara de medir el mérito y la competencia es todavía la de la bondad, la simpatía y la belleza para las mujeres? ¿Por qué continuan siendo ellas la mayoría de cuidadoras de las vidas dependientes de menores, ancianos y enfermos? ¿Por que las mujeres realizan trabajos gratuitos o voluntarios con naturalidad y altruismo? ¿Por que las jóvenes tienen que continuar pasando el calvario de adaptar sus expectativas biográficas para complacer?
¿Tenemos alguna respuesta para estas cuestiones? Nuestra explicación está basada en el análisis feminista de género. Aplicando este método de observación, descubrimos que, por debajo del discurso democrático de los derechos universales y de la igualdad, la educación sentimental, el universo simbólico y el conocimiento androcéntrico que intervienen en el proceso humano de socialización, conforman las mentes y las conciencias de mujeres y de varones dando sustento a la organización sociopolítica patriarcal, que perjudica a las mujeres en su conjunto. Las mujeres y los varones conceptualizan de forma implícita la consideración desigual y el rango inferior‑superior, y, sin motivo aparente, funcionan como si la naturaleza hubiera programado esta inferioridad‑superioridad social.
Esta explicación puede ser que aclare algunas de las contradicciones apuntadas más arriba, en las preguntas. Si los mandatos patriarcales dicen que soy débil y dependiente de los varones, yo me lo creo y aguantaré sus consecuencias: sufrir humillaciones, abusos y malos tratos: en ello me va la existencia económica y emocional como ser humano, pero a un tiempo pone en peligro mi vida. Si los mandatos patriarcales me colocan en una situación de subordinación sexual, como objeto del deseo varonil y como objeto de transacción, yo tengo que responder a esas expectativas del amo, si en ello me va la existencia laboral o familiar, aunque ponga en peligro mi porvenir como ciudadana. Si los mandatos patriarcales me condicionan y entrenan para elegir y practicar trabajos de mujeres y para no desear realizar otros, si en ello me va la existencia económica y la evaluación moral, los realizará sin plantearme si son o no de mi agrado y si corresponden a mis cualidades o a mis habilidades.
Los varones continuan la inercia de su situación heredada. No tienen una buena razón para alterar los presupuestos emocionales y culturales que les indican que ellos deben estar siempre por encima de ellas y aparentar prepotencia: más fuerza, más poder, más dominio, más gasto, más espacio, más ruido, más razón, más riesgo, más violencia.. Para ello creen que pueden e incluso deben seguir avasallando, porque las mujeres ya no se retiran espontáneamente de los espacios y de los bienes y derechos comunes, porque las mujeres ya no creen a ciegas en la superioridad varonil y simplemente la soportan o se quejan de ella, porque las mujeres en su conjunto apuestan por el cambio de las costumbres, para encontrar beneficio y hueco paritario.
Como no se ha destruido el simbólico patriarcal, vivimos una dura y oscura etapa de transición (esperemos que al menos sea pacífica) hacia un nuevo modelo de contrato socio-sexual, que parta de la equivalencia de las partes, en este caso de hombres y mujeres. No hablamos de la igualdad aquí porque es un concepto desgastado e interpretado de forma interesada las más de las veces. Hablamos de equivalencia, equipolencia y equipotencia. Hablamos del "Tanto monta", con sus peculiaridades: objetivamente yo tengo mucho más que ver con un varón de mi clase, edad, condición y ámbito geográfico, que con una mujer de otra cultura o de otra época y clase. Sin embargo, mientras las mujeres no estemos incluidas real y simbólicamente en el contrato social que rige la convivencia, yo puedo creer que tengo más que ver con una mujer afgana actual o con una sufragista británica del siglo pasado. ¿Simplemente porque ellas y yo podemos ser madres, porque en nuestros respectivos espacios y tiempos somos "la naturaleza y el sexo de menor rango político"? Pues, ciertamente, a veces resulta así. Las mujeres somos consideradas más veces idénticas entre nosotras que iguales y diferentes entre nosotras y respecto a los varones. El estatuto de igualdad‑diferencia es superior al de la identicidad, que implica ausencia de distinción. Este estatuto suele aplicarse siempre, a lo otro desconocido: vemos idénticos los matorrales cuando no conocemos sus nombres y sus características, confundimos entre sí a las personas de raza negra o amarilla, no valoramos innovaciones en un aparato cuando no lo dominamos, y las mujeres aparecen como intercambiables.
Creo que a todo este embrollo difícil de desenredar contribuye en gran parte la adjudicación patriarcal de ámbitos de género, muy complicados de reformar y más aún de eliminar. Me refiero al ámbito de la Implicación en el Cuidado y al ámbito de la Imparcialidad en ¡ajusticia.
La Implicación en el Cuidado y la Imparcialidad en la justicia son necesarias para la vida civilizada, que es a la que aspiramos y en la que aparentemente nos desenvolvemos. Ni una ni otra son más importantes ni más necesarias para que la vida común sea posible en condiciones que llamamos humanas. Ni una ni otra requieren de cualidades o características más nobles ni más destacadas. Simplemente funcionan en distintas frecuencias y no se superponen más que accidentalmente, porque están clasificadas con parámetros de género y tienen adjudicados estereotipos y roles socio-sexuales que separan simbólicamente a los varones de las mujeres, aunque convivan, se eduquen y trabajen en cercanía o en contacto y reciban mensajes oficiales de igualdad.
El ámbito de la Implicación en el Cuidado está definido patriarcalmente como propio de la naturaleza de las mujeres y por tanto, derivado de su condición sexual. Tiene correlación con las habilidades expresivas, con el otro concreto, con el empleo circular del tiempo, con el amor y el altruismo, con la mediación. Está privado de reconocimiento económico y de cualificación específica: se da por supuesto en todas las mujeres el instinto maternal, el gusto por el detalle, la paciencia y la empatía, ejemplo de cualidades que son requeridas necesariamente para las tareas de cuidado, que son continuas y sin tregua, que no producen mérito extraordinario pero sí castigo real o simbólico si se abandonan o se rechazan.
El ámbito de la Implicación en el Cuidado no es objeto de contrato ni de definición política. Pertenece simbólicamente a la naturaleza de las mujeres y con la naturaleza no solemos efectuar procesos de negociación y de pacto, sólo nos servimos prudentemente de ella o abusamos, sin pedirle opinión.
El ámbito de la Imparcialidad en la justicia está conceptualizado en el patriarcado como propio de los varones. Desde el principio de la organización social conocida los varones han monopolizado la política, las religiones, la economía y el conocimiento, excluyendo a las mujeres. Así, han definido este ámbito como más importante y digno de ser estudiado, mejorado y remunerado con dinero, fama, bienes, rango, influencia. Se considera tan necesario para la vida común que se alimenta en el ámbito de la reproducción de la vida y del cuidado de ésta para poder subsistir. El ámbito del cuidado se adjudica desde el ámbito de la justicia a seres humanos reducidos a la condición de servidumbre, dependencia e incluso esclavitud, de la que no es fácil salir, porque en ello va la vida las más de las veces.
El ámbito de la Imparcialidad en la justicia obtiene rango de cultura, es objeto de contrato, definición y transmisión, se enseña, se valora, se remunera, identifica a las personas y a los pueblos o a los grupos humanos. Desde muy antiguo lo podemos asimilar al progreso de la humanidad, a las mejoras de las condiciones de vida, a la ciencia, a las técnicas, a los oficios, a las religiones, a las normas y al derecho, pero también al dominio, la guerra y la competitividad salvaje.
¿No querremos creer ahora que varones y mujeres nacen especialmente sellados para ser adscritos automáticamente a uno u otro ámbito? La interesada ciencia llamada socio-biología está intentando encontrar genes responsables hasta de las habilidades para el planchado o para la conducción de vehículos. Genes de "género" los llamaría yo, desvirtuando así la confusión entre naturaleza y cultura, del sexo y del género, confusión que se alimenta desde estos poderosos ámbitos de la investigación y del saber androcéntricos. ¡Qué cómodo es para el patriarcado continuar convenciéndonos a unas o a otros de que nuestra naturaleza es cuidadora o justa, que las mujeres nos movemos bien cuando nos implicamos y los varones cuando son imparciales, que eso es lo nuestro y no debemos empeñarnos en cambiarlo, porque es antinatural!
Yo preguntaría para empezar: ¿Conocéis a alguna chica a la que no gusten las tareas de cuidado, que viva sin realizarlas y que consiga que las realicen para ella, sin ser remuneradas, solo por amor? Seguramente podemos confeccionar una nómina bastante amplía o bastante corta, pero en cualquier caso podemos poner nombres de mujer a estas mujeres. Por tanto, existen y son tan naturales como culturales.
¿Conocéis a algún chico que no sea capaz de imparcialidad, que se fije en el detalle, que funcione por impulsos emocionales, que se ponga en el lugar del otro concreto, que alimente, acompañe y apoye a quienes viven en su entorno? Si es así, podremos comenzar a hacer una lista. Pero estoy segura de que podemos llenarla también con nombres masculinos.
Esto nos demuestra que la naturaleza no nos ha programado, que somos seres culturales en gran parte y que poseemos cualidades e inclinaciones personales que nos diferencian y nos hacen singulares. Pero, por desgracia, la libre expansión de éstas se halla totalmente mediatizada por los llamados "mandatos patriarcales". Sólo hemos conseguido en este avanzado momento de la historia y en las sociedades democráticas que esos mandatos están algo debilitados, que no sean de sentido obligatorio universal, que no lleven detrás amenaza de cruel castigo, apartamiento o muerte.
Pero estas sociedades democráticas, llamadas de otro modo Estados de Bienestar no han conseguido arbitrar bien‑estar para sus poblaciones en conjunto. Los Estados de Bienestar son sociedades que decidieron a través de pactos sociales de reparto, a través de los impuestos, a través de la redistribución, otorgar a toda la ciudadanía ciertos beneficios que le aseguraran la vida en condiciones civilizadas. La educación y la atención a la enfermedad, las carreteras, la policía y la limpieza de las vías públicas son bienes cuyo disfrute y uso se ha universalizado en estas sociedades del bienestar. No así otros que permanecen en manos de quienes pueden pagárselos o que se donan graciosamente a quienes carecen de lo más mínimo. Por ejemplo: la alimentación y la vivienda o las ropas y enseres.
Las sociedades de los Estados de Bienestar están estancadas y no sólo
no progresan sino que parecen retroceder. Siguen sin contar en igualdad de condiciones con toda su población: definen unos principios y los nadean en la práctica. Dicen interesarse por el bienestar y producen malestar. No se ocupan de los ámbitos del cuidado, no individualizan la educación ni la atención médica, no resuelven los malestares estructurales de la falta de oportunidades y de bienes de una gran parte de sus habitantes. Siguen aplicando las leyes de forma interesada y no conceden respiro ni tregua a las mujeres en su conjunto a las que continúan haciendo responsables de la calidad de vida diaria de toda la población, incluida la de ellas mismas.
Las mujeres ya no estamos ocultas en nuestros hogares y calladas en rincones. Pero seguimos desautorizadas socialmente para proponer soluciones creativas que nos incluyan, en el camino de la resolución de problemas actuales. ¿Será porque aún no somos bastantes? ¿Será por falta de entrenamiento? ¿Será porque falta aún tiempo para llegar al consenso sobre una verdadera política de las mujeres? ¿Será, quizás porque los individuos pertenecientes a categorías desvalorizadas por el poder no pueden hablar en nombre propio y con autoridad sin que se les confunda con sus idénticos y se les considere poco imparciales, interesados y emocionalmente implicados en sus propuestas? Yo me inclino a pensar en esta última explicación, porque incluso en los ámbitos en los que las mujeres están cualificadas, son mayoría y se ponen de acuerdo, tienen enormes dificultades para llevar a cabo sus propuestas como mujeres: o bien se pliegan al poder constituido y se mimetizan con él, o bien se dedican a cuestiones "neutras" sin connotaciones socio-sexuales, para evitar que se las tache de excesivamente implicadas o resentidas.
Las políticas feministas, fruto del consenso implícito o explícito entre mujeres, de los pactos seriados o juramentados, como diría Celia Amorós, están todavía sumergidas en círculos de calidad no reconocidos a la luz del día. Se están cimentando en una cierta clandestinidad y prosperan lentamente, en tanto en cuanto los canales de comunicación son muy limitados y precarios.
Yo os propongo desde aquí que desarrollemos las políticas feministas bajo la idea maestra del contrato social, pero, por supuesto, aportando nuestra inclusión de la que no se han ocupado específicamente ninguno de los padres fundadores de esta idea democrática que contiene en si el germen del progreso humano. Os propongo que la despojemos de exclusión, de sentido de bonus‑malus, de conceptual ilaciones y tratos de desigualdad. Os propongo entablar con Rousseau un larguísimo debate en el que no le concedamos el turno de réplica, por el perjuicio causado a todas las mujeres que desde su época hasta ahora vivieron y vivimos en sociedades de pacto social.
El pacto social es el resultado más espectacular del deseo de convivencia pacífica y de reparto de los beneficios resultantes de la vida civilizada. Es totalmente cultural y obliga a una continua negociación de los términos y a una redefinición de los objetivos. El pacto social que propongo aquí sería más bien un pacto sociosexual, para contar en igualdad de condiciones con todas las personas que constituyen una población democrática y que en teoría tienen derecho al acceso paritario de sus beneficios.
El pacto sociosexual del que hablo se desglosa en una triple vertiente. Nace y se sustenta en las ideas de compromiso ético y de equivalencia, autonomía y solidaridad.
Retoma la tradición del pacto social para completarla, para despojarla de exclusiones. Nos parece contrario a los principios de justicia y de Imparcialidad, el ámbito masculino por excelencia, que se pretendan beneficios para una parte de la población con exclusión de la otra. Quizás esta afirmación puede parecer desajustada en los tiempos actuales. Pero no es así, pues aun ahora permanecen las diferencias de trato entre hombres y mujeres sólo por serio: pensemos en los malos tratos, los trabajos y salarios, las especializaciones profesionales, el papel de las madres o de los padres, las voces públicas de las mujeres o de los varones, etc...
Por eso una política de las mujeres ya va siendo urgente, Desde nosotras, para nosotras y para ellos. La ciudadanía de las mujeres debe empezar a ser autodesignada. Y a partir de este primer paso, redefinir el concepto "universal" de ciudadanía, para los varones y para las mujeres.
El método que planteo, el del triple pacto, se explica esquemáticamente del siguiente modo:
El pacto de la subjetividad, intrapsíquico, de cada mujer consigo misma como persona humana singular, para encontrar y elegir la propia definición, autodesignándonos dentro de la amplísima gama de opciones humanas, transgrediendo o no los mandatos de género, según nuestras cualidades, necesidades, deseos, características, aptitudes.
El pacto de la identidad, intragenero, mediante el cual las mujeres nos conozcamos y reconozcamos como integrantes de una inmensa categoría que proviene de la cultura de la heterodesignación, que nos ha colocado del lado de la subordinación y de la naturaleza, despojándonos de la palabra y de los bienes públicos, categoría la de las mujeres que, sin embargo, ha generado y genera modos, saberes y valores propios, que deben contribuir a la construcción y mejora del bagaje común de la humanidad en su conjunto.
El pacto de la solidaridad, intergéneros, que, por difícil que nos parezca, es quizás el camino más conveniente para no limitar nuestras posibilidades ni nuestras iniciativas y para no encorsetar en unos estrechos límites el porvenir expansivo y libre de las más jóvenes ni comprometer la vida social y política de las mujeres al margen de los centros de poder y de saber.
Para todo ello es menester mucho trabajo, mucha cooperación y mucha competencia. Este tipo de proceso lento y de resultados no visibles de inmediato, no está de moda en este momento de explotación masiva de beneficios materiales para unos pocos en perjuicio de muchos. Pero la labor de topo dará sus frutos y alcanzará a nuestros objetivos, aunque a la larga sea, pues conecta en estos momentos con las ideologías emergentes y con los deseos de tantas gentes para salir del abuso, la imposición, la violencia y la dilapidación de recursos. En general las mujeres estamos en los márgenes o fuera de estos circuitos, para nuestra suerte o para nuestra desgracia, pero desde estas posiciones, que en principio son peores, estamos mejor situadas para emprender iniciativas creadoras de nuevas formas de convivencia democrática. Creo sinceramente que por poco tiempo ya vamos a aceptar silenciosa y resignadamente las violencias estructurales, reales o simbólicas contra nosotras. A la fase de abuso patriarcal, o de machismo recalcitrante, para decirlo en palabras más populares, puede suceder fácilmente una fase de "hembrismo" que apunta ya en algunos ámbitos donde las mujeres son mayoría y empiezan a expresar un cierto sentimiento colectivo de superioridad y de desprecio hacia los varones. También pueden generalizarse posturas y propuestas segregadoras, que definan a las mujeres sólo con respecto a su propio sexo y a su propia experiencia como mujeres. Pero también puede suceder que prosperen modelos de convivencia pactados, civilizados y progresistas, en los que las mujeres seamos sujetos protagonistas y objetos de beneficio. Esta última es mi opción y en pos de ella realizo esta propuesta, que considero trabajosa y compleja, pero que promete a mi entender, el bienestar al que aspiramos en gran parte las poblaciones de los Estados de Bienestar.
En mi libro de reciente publicación donde expongo ampliamente todas estas ideas aquí apuntadas apenas ("Democracia vital: mujeres y hombres hacia la pleno ciudadanía". Marcea Ediciones. Madrid, 1999), propongo un par de muestras de actuación con base en este triple pacto: en una institución escolar y en una institución familiar.
Desde la reestructuración de la subjetividad, a través del pacto intrapsíquico, de cada persona con ella misma, despojándose de los exigentes mandatos de género y teniendo la oportunidad de elegir y desarrollarse de verdad con autonomía y libertad, porque el sistema educativo le dé instrumentos de valoración, de conocimiento y de orientación no sesgados por el sexo, cada estudiante podrá comenzar a realizar su pacto intra‑género, o de la identidad de pertenencia: las chicas con las chicas y las profesoras, los chicos con los chicos y los profesores. Este pacto, lejos de significar segregación y enfrentamiento, se propone desde una perspectiva de cooperación y su objetivo es llegar a conocer la condición de género de la que se proviene, para poder enfrentarla y transformarla. Así se podría llegar al pacto ínter‑géneros o de la identidad de referencia. A esta parcela de trabajo corresponderá una redistribución de roles, tareas, espacios. Negociar cuotas de representación paritaria, impregnar del hecho socio‑sexual el currículo, atender a los chicos y a las chicas como tales, cuidar los lenguajes y transformarlos para que no refuercen estereotipos, dedicar una especial atención a los aprendizajes que la familia o la sociedad no facilita en cuanto a las barreras sexistas que aún perduran. Precisamente este tipo de trabajo aboca a procesos negociadores y a objetivos en los que la cultura del pacto sea el eje central: "Si tú pierdes, yo pierdo"
El ejemplo de la escuela es transportable a otros ámbitos de la existencia humana donde deseemos que aparezca y se desarrolle la "Democracia vital". Es una utopía que se vislumbra como posible, puesto que las condiciones actuales de reconocimiento de derechos abren el paso a las condiciones objetivas para que así pueda suceder.
Hace 6 años
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